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Mirada

El asombro tiene su asiento en una manera agradecida de mirar. Se podrían igualar la escritura y la mirada, ya que nacemos con ambos dones en estado puro. “Mi profesor de Literatura me dijo que aprender a escribir es como aprender a mirar, como conseguir ver las cosas necesarias para encontrar un sentido”[i], escribe Luis García Montero. La palabra, como la luz sobre las cosas, se impone en nuestra vida. Vemos al nombrar. Más aún, vemos porque nombramos. Sin los nombres, el mundo de las cosas permanecería indiferenciado. Dónde acabaría entonces el árbol y empezaría el cielo, si ambos colores son modos de disciplinar la retina, que sin las palabras no podría distinguir las frecuencias… Porque, al fin y al cabo, los colores y las formas no son más que frecuencias, ondas confusas en el espacio, a las que solo nuestros órganos estructurados para interpretar la realidad pueden dar sentido.


No puedo evitar preguntarme cómo encajan tan bien las formas y los instrumentos de sentido que tenemos. O cuál es el don que nos puede hacer tan dichosos sin saberlo. “En el lenguaje se comprende lo que los ojos ven”[ii] añade Hugo Mujica. La palabra es entonces, como la mano del alfarero que da forma al barro de las letras para hacerlas lenguaje, que modela las impresiones para dotarlas de sentido. La luz casi extinguida de esta tarde entra en mí como una tea, y abre tajos y hendiduras donde cobijo los textos con lo que he construido quien soy…


La mirada construye el mundo que adopta frente a ella forma de pupila. Somos vendimiadores de colores y perfiles que amasamos en el esqueleto lento de la percepción. “Un río es del tamaño/ del hombre que se aleja de ese río./ La mujer es azul cuando ve las montañas./ El que pisa la nieve, camina sobre el cielo.”[iii], señala Benjamín Prado, asimilando el mundo y su directo contemplar. Qué cantidad de extensión puede hospedar nuestra retina, qué alambre de siluetas puede componer la puntilla de las cosas frente al rostro. Cómo acoger, por tanto, el látigo de su testimonio que persiste en decirse en silencio, con una pujanza sobrecogedora de realidad. El hombre se mueve entre las formas alejando despreocupado en su marcha la intensidad de esta presencia, volviéndola ligera, haciéndola pequeña en la distancia humana. Pareciera, entonces, que el universo existe porque alguien lo contempla, y que este, está enredado en la estructura neurológica que permite la visión. “Se equivoca el crítico si cree que el pintor traduce y transmite la impresión: el pintor la produce y provoca”, escribe lúcido Arnau[iv], nombrando en su centro de fuego al acto creador, al tiempo que aludiendo certero a la dificultad que alienta a esa búsqueda imposible del instante. Esa milésima leve de luz inquieta que inspiró a Monet en su persecución pictórica sobre la Catedral de Rouen.


Pero también nos hace suyos esa membrana de objetos en lo que se inserta nuestro tiempo. Quien sabe mirar se hace dúctil con lo que mira. Y es al tiempo vuelo recóndito de aves, y vigoroso palpitar de espigas verdes. La mirada también debería despertar nuestro mirar para salvarlo de la costumbre, y brasearlo con dosis alucinadas de existencia. “Mirar no es sólo asunto de los ojos”, escribe contundente Eloy Sánchez Rosillo.[v] En el mirar se juega uno la existencia, condenándose si hace de ella algo únicamente utilitario, si no permite ir desatando en ella todos los nudos de la asfixia de la ceguera que nos invade: “ciego que dabas pena y que hoy, por fin,/ de milagro han sanado y puedes ver/ y en tu mirar te salvas”, finaliza hermosamente su poema Rosillo. Porque bajo los estratos acumulados de lo convencional, tras arrancar a arañazos y a muerdos las capas densas de terquedad ocular, uno puede descubrir la densidad profunda del milagro que, atada con el cendal fulgente de su energía, sujeta, contiene y protege las formas del mundo. Y más allá incluso de la vida y la materia la mirada llega a comprender lo que nos espera tras ella: “Si temierais morir, abrid los ojos”.[vi]

[i] Alguien dice tu nombre, Madrid, Alfaguara, 2014. Ebook.

[ii] El saber de no saberse. Desierto, Cábala, el no-ser y la creación, Madrid, Trotta, 2014, p. 45.

[iii] Prado, Benjamín, Ecuador, Madrid, Hiperión, 2002, p. 11.

[iv] Arnau, Joaquín, Espacios para la música, Murcia, Nausicaa, 2005, p. 272.

[v] Sánchez Rosillo, Eloy, Oír la luz, Barcelona, Tusquets, 2008, p. 99.

[vi] Gallego, Vicente, “Si temierais morir”, en Si temierais morir, Barcelona, Tusquets, 2008, p. 115.

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