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Bienaventuranza


Las bienaventuranzas son la manifestación más clara del poder realizativo del lenguaje.


El derrame de todas las bendiciones que lleva aparejadas la luz sobre lo más pequeño y frágil, siempre a punto de romperse en su aquietamiento:


“Los bienaventurados que son seres de silencio, envueltos, retraídos de la palabra. Salvados de la palabra camino van de la palabra única, recibida y dada, sida, camino de ser palabra sola ellos.”[i]


Las bienaventuranzas se hacen realidad al ser pronunciadas, especialmente en el poema, porque su fuerza no procede de ellas mismas, sino de quien enuncia. Es un orden inverso de quien nada puede perder porque nada espera[ii].


Es la fuerza del corazón quien las dirige y se las regala al hombre. Luego, éste las puede repetirlas haciéndolas carne en la carne de su vida, y volverse, así, también poeta o abismo blanco[iii].


Detrás de cada una de ellas hay una lámpara en cuyo fulgor se moja la pluma de los deseos sin nombre:


“Que la luz de una lámpara se encienda, aunque ningún hombre la vea. Dios la verá.”[iv]


La lámpara ilumina aunque nadie sea testigo, y va dejando la huella del temblor de su pábilo, a pesar de que ante ella los hombres contengan la respiración, pues su fuego se impondrá cuanto su tiempo llegue.


“No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte.”[v]


Más tarde las bienaventuranzas solo permanecen vivas en la saliva de quien ha llegado a ellas desde la arteria más blanca del corazón, de aquel que ha dejado abrasar su lengua en la profunda verdad que las contiene.


Solo entonces se sostiene el milagro sobre el aire, se vuelven las palabras de ese hombre aves de bendición perpetua, y no meras descripciones inertes. El léxico del ardor y del ascenso testifica este proceso:


“Dichosos sois, ya que le dais la espalda/ a la nueva barbarie y apuráis/ el año en armonía con la tierra.”[vi]


Y el poeta inicia la bandada de bendiciones que su poesía siembra para que florezca sobre las llagas de los ojos de quienes la leen a lo largo de la historia.


Crea en su decir una nueva esperanza. Nombra humildemente una verdad que contiene en su centro toda la potencia de un huracán, pero que esparce semillas de calma, de gratitud:


“Hay en el interior de cada uno/ un hombre conmovido/ que no nombra las cosas con grandeza,/ sino con gratitud.”[vii]


Luego la felicidad inunda todo, y la certeza se adueña de la vida del hombre que se ha vuelto del tamaño de la palabra que le hizo ser, igual que aquel emperador de Bizancio (1120-1180), del que Kavafis escribe con mirada lírica,


“Dichosos los que creen,/ y acaban como el emperador Manuel sus días,/ modestamente revestidos de acuerdo con su fe.”[viii]


Engastados en el sustrato más íntimo de la historia, pero, al mismo tiempo, contemplando la historia desde un altozano donde ni siquiera esta les roza, los salmos son un buen ejemplo del nudo de verdad que contienen dentro de sí las bendiciones. Desde su inicio:


“Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los malvados.”[ix]


Se derraman desde ellos todas las bendiciones de las que es capaz el habla:


“Será como árbol plantado unto a acequias, que da fruto en su sazón, y su follaje no se marchita; todo cuanto hace prospera”[x].


La hermosura sumada a la verdad más pura. Dichosos, dice la palabra, dichosos todos, porque la vida tiene un ADN de felicidad que regala al hombre que tiende su corazón bajo el sol para que este seque con su luz todas sus oscuridades.


Desde el inicio, en esta salmodia agradecida se habla de la escarcha de tender como sábanas perfumadas al aire del espíritu todas las palabras y que este las oree con su aliento.


Se nombra la libertad del hombre de ser en las palabras uno entre los justos, de hacerse entre ellos un hueco.


Con la fuerza que surge de lo dicho se constituye el destino.


La Luz cuando es elegida -o te elige- solo puede transmitirse entre susurros.

[i] Zambrano, María, Los bienaventurados, Madrid, Siruela, 2004, p.64.

[ii] “Proclamo un orden inverso. Y se gozó en ser rey de ellos, según palabra que entendieran todos, porque, de todos, él se sentía el más oprimido y perseguido. No había que oponer una fuerza a otra, sino aquella condición que consiste en no aferrarse a la vida porque nada tiene que perder quien nada espera”, Enrique, Antonio, El discípulo amado, Barcelona, Seix Barral, 2000, p.227.

[iii] “Los bienaventurados nos atraen como un abismo blanco”. Zambrano, María, Los bienaventurados, Ibídem, p. 69.

[iv] Borges, Jorge Luis, “Fragmentos de un evangelio apócrifo”, Elogio de las sombras, Barcelona, Penguin Random House Grupo Editorial, 2011. Ebook.

[v] Mt, 5, 14-15.

[vi] Colinas, Antonio, “Nochebuena en Atzaró”, Astrolabio, OPC, Madrid, Siruela, 2013. Ebook.

[vii] Sánchez, Basilio, He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes, Madrid, Visor, 2019, p. 79.

[viii] Kavafis, Konstantino, Poesías Completas, trad. José María Álvarez, “Manuel Komneno”, Madrid, Hiperión, 1981, p. 69.

[ix] Sal, 1. 1-2.

[x] Sal, 1, 3-4.























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